Tener horas sueltas no sirve de mucho si acaban en lo mismo de siempre: deslizar el dedo por una pantalla, poner de fondo otra serie que ni interesa o mirar el techo con la mente dando vueltas. Lo curioso es que, a pesar de tener más margen que nunca para desconectar, hay quien se siente más vacío en casa que en el trabajo. No es que falte descanso, es que sobra desconexión mal enfocada. Lo que está claro es que el tiempo libre no garantiza sentirse bien si no se usa con algo de intención.
Hay una diferencia enorme entre parar y vivir. Y justo ahí entra Mihály Csíkszentmihályi, que en vez de quedarse a mirar cómo la gente perdía el tiempo, se puso a estudiar por qué algunos momentos se sienten tan intensos. Fue quien definió el flujo (flow), un estado en el que una persona se mete tanto en lo que está haciendo que se le olvida mirar el reloj. No es relajación ni evasión. Es concentración absoluta y disfrute real.
Lo que Csíkszentmihályi descubrió metiéndose en la cabeza de quienes disfrutan
El psicólogo húngaro-estadounidense, fallecido en 2021, propuso una idea sencilla: cuando una actividad engancha de verdad, es porque hay un equilibrio entre lo difícil que es y lo bueno que se es haciéndola. Ni tedio ni agobio, sino un punto intermedio. "El disfrute aparece en el límite entre el aburrimiento y la ansiedad, cuando los desafíos están equilibrados con la capacidad de acción de la persona", escribió en Flow: The Psychology of Optimal Experience. Y ahí está la cosa: no se trata de hacer cosas fáciles, sino de sentir que lo que se hace tiene sentido y exige algo de uno mismo.
Los pasatiempos que absorben son los mejores, según el psicólogo.
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Para que aparezca ese estado, hace falta tener un objetivo claro, saber si se está avanzando y centrarse del todo. No hay cabida para distracciones ni para el piloto automático. Cuando se da ese cóctel, el tiempo vuela, la mente se calma y la satisfacción es genuina. "Las personas más felices pasan mucho tiempo en un estado de flujo: el estado en el que están tan involucradas en una actividad que nada más parece importar", decía el autor. La clave no está en desconectar del todo, sino en conectar bien.
Ocio pasivo, el falso descanso que no descansa
Ver televisión sin ganas, pasarse horas en redes o escuchar pódcast tras pódcast sin prestar atención puede parecer relajante, pero rara vez deja buen cuerpo. Ese es el ocio pasivo. Tiene cero exigencia y, en teoría, ayuda a desconectar. Pero a la larga no recarga ni despierta nada. Solo se siente como un paréntesis entre obligaciones. Y justo ahí está el problema: no hay experiencia, solo consumo.
En cambio, el ocio activo funciona como el mejor de los cargadores. Practicar un instrumento, cocinar algo complejo, escribir, montar en bici o aprender algo nuevo obliga a implicarse. Hace pensar, mover el cuerpo, tomar decisiones. "El uso de nuestras habilidades conduce a nuestro crecimiento; la diversión pasiva no conduce a ninguna parte", dijo Csíkszentmihályi en una de sus intervenciones más concisas.
Ver la tele durante horas no tiene ningún beneficio.
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Y no se equivocaba. "Los mejores momentos en nuestras vidas no son los tiempos pasivos, receptivos, relajantes...", dejó claro también. Añadió que "los mejores momentos suelen ocurrir cuando el cuerpo o la mente de una persona se estiran al máximo en un esfuerzo voluntario por lograr algo difícil y que valga la pena". No hay duda: cuesta más, pero también recompensa más.
La rutina disfrazada de descanso
Mucha gente se mueve en un ciclo que no ayuda: trabajo que no entusiasma, seguido de descanso que tampoco llena. Días que se parecen demasiado y donde el tiempo libre se convierte en un trámite para no colapsar. El problema no es el trabajo en sí, sino cómo se usa lo que queda fuera de él.
Cuando el ocio es pasivo y no hay un reto delante, la mente no encuentra puntos de anclaje. En esas circunstancias, es fácil que aparezca la sensación de no estar al mando. De que lo que pasa cada día no se elige, simplemente se deja pasar.
Csíkszentmihályi hablaba de esa desconexión con una claridad meridiana: “Con el tiempo son las metas que perseguimos, las que conforman y determinan la clase de persona en que nos convertimos”. Si no se elige un objetivo ni se disfruta el camino, es normal que cueste sentirse bien. La falta de propósitono es un problema filosófico: afecta al ánimo, al cuerpo y a la forma en que se vive el descanso.
Diseñar mejor lo que se hace cuando no se trabaja
No hace falta volverse hiperproductivo ni llenar el tiempo libre de tareas. Se trata de elegir actividades que tengan un punto de reto, algo de aprendizaje y, sobre todo, implicación personal. Tocar la guitarra sin saber nada, montar maquetas, retomar el dibujo o aprender fotografía. Cualquier cosa que obligue a estar presente, que no deje espacio a pensar en mil cosas a la vez. Porque el flujo no aparece cuando se está cómodo, sino cuando se está concentrado.
Estar con el móvil hace que el tiempo pase sin ningún beneficio, al contrario.
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El cambio no puede ser drástico. Es cuestión de detectar qué cosas despiertan curiosidad, qué actividades dan ganas de seguir aunque se haga tarde. Y empezar poco a poco. No para rendir más, sino para vivir mejor.
Cuando el ocio se convierte en algo estimulante, se notan los efectos: menos fatiga mental, más sensación de logro y más energía, incluso para lo que no apetece tanto. Al final, el objetivo es sencillo: usar el tiempo libre como espacio de vida, no solo como descanso entre obligaciones.
Cuando el disfrute no se busca, se construye
El tiempo libre es valioso, pero no por sí solo. Hace falta saber usarlo para que se convierta en una fuente real de bienestar. Csíkszentmihályi lo entendió bien: no basta con parar, hay que sumergirse en algo que merezca la pena.
Al final, el secreto no está en tener más horas sueltas, sino en usarlas con intención. El ocio puede ser mucho más que una pausa: puede convertirse en el espacio donde se activa lo mejor de cada uno. El psicólogo no hablaba de perfección, hablaba de implicación. Porque cuando algo engancha de verdad, cuando el tiempo se escapa sin darnos cuenta, ahí no falta felicidad.
Es en esos momentos donde se siente que todo encaja. No hace falta que nadie lo diga ni que venga con música épica de fondo. Simplemente pasa. Y cuando pasa, todo lo demás se recoloca. El trabajo pesa menos, los días no se repiten tanto y la rutina deja de parecer una cárcel. En el fondo, el bienestar no depende tanto de lo que se tiene como de la forma en que se afronta cada día.